OTOÑO

Otro en mi piel. Tiempo de íntimas sensaciones. Bocetos de la nostalgia en cada calle. Serena melancolía fundida en la tibieza de un sol más breve y más débil. Tiempo de recogimiento del espíritu devenido crisálida. Y el típico emblema: la hoja que cae.

Paisaje en que el recuerdo desanda los pasos por la vereda alfombrada, y allá arriba los nidos abandonados. Fríos y desnudos. La tarde que va empalideciendo y estirando las sombras de esa hora indecisa, adormecida en las ramas altas y en los viejos pinos. Silenciosamente.

Calle de otoño.
Vieja fotografía
de cal y sepia.


Con aquel verdor transfigurado. Las lluvias del verano en las hojas relucientes. La sombra de olorosa frescura hendida por el metal de las chicharras. Lunas naranjas y grillos amanecidos en la senda nacarada de los caracoles. Días interminables y noches prodigando estrellas a los ojos tumbados en la hierba o en la arena...

Por el mismo camino de ayer.

Viento de mudanzas. De arrebato y despojo. Cielo abierto en los montes de enredada urdimbre en espera. En los parques y avenidas. Presagios de retorno en un rito de adioses. Una vez más...

Brisa otoñal.
Las hojas bajan
a besar su sombra.




Juan Carlos Durilén
Córdoba, Argentina.

Faroles rojos

Había salido de paseo al río, como todas las tardes y, como todas las tardes, deposité mis sandalias junto al cañaveral. El río llegaba revuelto y pensé que habría llovido al otro lado del monte, donde las fuentes nunca se secan. Recorrí un kilómetro río arriba y me senté para leer mis poesías favoritas. Esta vez, Wang Wei, me hablaba de montañas vacías donde no se ve a nadie y cuando la luz de la tarde ilumina otra vez el musgo verde.
Al volver, el cañaveral se movía con el viento del atardecer, pero las sandalias no estaban allí. Sonreí y me encaminé hacia la ciudad.

Atardecer
entre las hojas verdes
veloz la sombra

Esta vez no subí por la cuesta de los caracoleros, descansé en una terraza con un buen rosado fresco y esperé la llegada de la noche. Con el último rayo de sol le dije adiós a Damián, el tabernero. La ciudad era un estallido de brillos, pero yo estaba frío y desasosegado. Las luces me llamaban y mis pies también. Recorrí los últimos metros con excitación y, aun así, pasé de largo. Ella aún no estaba allí.

Faroles rojos
en la noche sin luna
los pies descalzos


Luelir - Navarra, España