Blanco y negro

El camino de tierra zigzaguea escondido entre el verdor del monte. Cuatro centenarios castaños y un incipiente robledal singularizan la ascensión; enigmáticos tótems que envueltos en su eterno silencio les hace parecer llevar allí más tiempo que el propio mundo. Apenas una decena de casitas de dos plantas, de paredes blancas y rojos tejados, salpican la espesura del cerro convirtiéndolo, a la vista de los recién llegados, en un gigantesco y vistoso árbol de navidad.
Ya cerca de la cima, en la antojana de una de esas casitas, destacan las figuras enlutadas de dos mujeres. Carmen y María, setenta y seis años la mayor, la otra, su hija, dejó atrás los cincuenta. Entre ellas apenas hay palabras, permanecen sentadas en un pequeño banco de madera y tan sólo unos ligeros movimientos de manos y un hilo de blanco perlé delatan su actividad.
En su rostro no hay muestras de alegría, tampoco reflejan dolor… sólo piel arrugada, la que lucen las gentes del campo, las gentes de agua, viento y sol. Sus ojos, siempre húmedos, reflejan el verde del valle y entre toda la fuerza de ese color asoma el gris de una fría torre de metal.
Pronto el reloj marcará la una y la gran rueda que corona el alto de la torre comenzará a girar; poco a poco izará la jaula en la que una veintena de semblantes ennegrecidos cuentan los minutos para, de nuevo, reencontrarse con el exterior. Entre toses y bromas saldrán los mineros, mientras, casi en la cima del cerro, dos figuras enlutadas se miran, una vez más, sin decirse nada… a su casa ni maridos, tampoco hermanos ni padres, ni siquiera hijos… a su casa nadie llegará.

Tejen al sol.
Poco a poco las sombras
más alargadas


alberasan (Gijón)