Un día cualquiera, la fecha carece de importancia. Un adolescente recibe un pequeño regalo, un paquete envuelto en papel de estraza. Lo abre con la expectación propia de lo inesperado, en donde lo oculto concibe misterio. Se trata de dianas. Dianas a las que podrá disparar con su escopeta de aire comprimido. El niño mira a su padre y se abrazan…
Mi viejo –así le llamaba desde aquel día en que conocí a un tipo de aspecto desaliñado, al que mis hermanos llamaban montonero y que sin cesar hablaba, maravillado y a la vez entristecido, de su lejana Pampa- lleva al hombro su escopeta de caza: dos cañones superpuestos y una culata ergonómica en la que está grabada una escena de montería. En esta ocasión guío yo, un inquieto quinceañero que tras el último invierno sueña con cazar un lobo.
Nos adentramos en el bosque. Otro mundo, una caverna vegetal, aunque en esta arbórea bóveda ninguna mano ancestral ha dejado su huella. La vista se perturba, no hay ni aquí ni allá. Los sonidos transmutan hasta cobrar sentido, los pájaros no cantan, hablan para quien quiera escuchar. El tacto al caminar ha dejado de ser el mismo. Los olores se intensifican, cobran forma. Hasta el agua, que empapa el cabello y deja escapar algunas gotas que resbalan por el rostro, atesora otro sabor.
Aunque seguimos sin discernir el cielo, aunque el sonido de la lluvia sigue ahí, sabemos que escampa: las ardillas abandonaron su refugio anunciando un cese del agua. Saltan de rama en rama, algunas se afanan en recoger frutos, otras, inmóviles, tan sólo observan.
Soy cazador, me gusta abatir piezas, pero primero debo aprender a ser bosque, valle, o tal vez vereda. Antes debo ser el todo; oler el otoño, tutear al corzo, sentir el paso del tiempo en el excremento de un zorro, buscar las cerdas del jabalí en la corteza del roble, planear con el ave y perderme entre su plumaje y así, antes que ella, saber donde se posará. He de ser fuerte, grande, y humilde para no hacerme notar. No obstante soy joven, algo testarudo, o quizás inconformista, y me salgo del camino… quiero conocer, podría decir, pero en realidad más tarde o más temprano siempre lo hago, así sin más. Me adentro en las sombras del bosque y piso una rama, tras su crujido el silencio lo llena todo… maldito silencio, un silencio que petrifica el bosque hasta convertirlo en un burdo reflejo de lo que es. Silencio que es muerte, miedo, vacío, nada, silencio… mas la Tierra sigue girando y aunque por instantes tal pareció que no fue así, las manecillas del reloj dictan su veredicto y continuamos nuestro camino, a la espalda se queda el hayedo. Vuelve a jarrear.
No tardaremos mucho en llegar, cerca se encuentra la casa de Manolo -un anciano al que le brillan los ojos recordando su mocedad- y unos trescientos metros más allá, está la higuera que marcará nuestra arribada.
Del camino sale una senda, a la vuelta del recodo se encuentra uno de mis rincones preferidos. Hacemos un alto, el viejo me cede la escopeta. Introduzco los dos cartuchos, en silencio sigo con precisión el ritual que una y otra vez me ha sido inculcado. Calibre 12, elijo cartuchos de perdigón pequeño, con una buena expansión, quiero cazar un tordo. Cargada, cierro el arma con suavidad hasta escuchar el clic que indica que el cierre es correcto, pongo el seguro y, sin dejar de apuntar al suelo, avanzo. Recorro unos quince o veinte metros, hasta alcanzar una portilla de madera que da paso a la finca. No me ha visto, aunque él ya sabe que estoy aquí, aún no había preparado el arma y su canto ya gritaba que conocía mi presencia. Treinta pasos nos separan ¡cuántas veces los habré contado! La higuera está pletórica, sus hojas carnosas, grandes, y de un verde oscuro ocultan el dulce fruto que es a la vez una trampa. Me yergo por encima de la portilla, con fuerza aprieto la escopeta contra el hombro, la lluvia parece caer toda de un golpe, quito el seguro, la visibilidad es escasa, por los negros cañones se arrastra el agua y una gota en el punto de mira desprende un brillo que inoportuna el disparo. El tordo se mueve inquieto, a pequeños saltos cambia de rama, deja de emitir su canto, sé que en cualquier instante saldrá volando, pero yo tengo que esperar… y espero… los dos ojos apuntando, la respiración interrumpida, el pulso firme… observo, no puedo precipitarme, tengo que sentir el momento… la higuera se difumina, la distancia se desvanece, la lluvia se hace invisible, y llega el instante, me vuelvo silencio… Y como si un juez hubiese dado la salida el tordo alza el vuelo para caer en picado. Asciende el humo del disparo, el olor de la pólvora impregna el lugar. No pierdo de vista en donde cayó el pájaro. Abro el arma y recojo del suelo el cartucho expulsado, recargo la escopeta y sin cerrarla voy a cobrar la pieza. Apenas se mueve, trata de ocultarse entre la hierba, el disparo, aunque letal, no fue lo suficientemente certero. Es la primera pieza que abato y que al acercarme no hallo muerta. Está caliente, puedo sentir en mis manos su ansiosa respiración, su pico abierto y su lengua que parece a punto de expulsar. Y el calor pierde su acogida, me embarga el frio que abrasa mi mano. El lustre de su plumaje se ha ido y aquel brillo de azabache se ha vuelto ceniza. La caricia de sus plumas se torna en un tacto acartonado que horada mi piel, aquel cuerpo tan liviano, ahora es roca pesada difícil de aguantar y sus ojos abiertos, aunque ya no ven, no me dejan de mirar.
Regreso junto a mi viejo, sigue junto a la portilla, inmóvil como un árbol. Guarda la pieza que le entrego en una de las faltriqueras del chaleco. No dice nada, no se ha perdido detalle, sabe que no habrá más… Desandamos el camino de vuelta a casa. No hablamos. Ha sido un día de caza.
Nada es sagrado ya que todo lo es. Hablan de dioses que moran en paraísos y sonrío socarrón. Sé que si existieran, habitarían en una higuera.
agoniza un tordo…
sigue la lluvia