Víctimas de una imprecisión de la guía turística “Trotamundos” que nos acompañó aquel viaje, una mañana de Marzo nos desplazamos a la laguna Sacra, en Silledo, Galicia.
Dada la lejanía del lugar y los pocos días disponibles, realizamos la primera parte de la excursión en coche, transitando inicialmente por carreteras comarcales, bordeadas por altos tilos y algunos pinos y, posteriormente, a medida que íbamos ascendiendo, por caminos apenas asfaltados.
Dos veces nos detuvimos para cerciorarnos de que seguíamos la ruta correcta. En la primera ocasión, una mujer de unos sesenta años, gruesa y de marcado acento gallego, nos indicó, por lo que alcanzamos a descifrar, que íbamos por el buen camino, que sabía a qué laguna nos referíamos, pero no su estado actual y lamentándose de que no estuviera mejor señalizada (yo tuve la sensación de que todos los que nos extraviábamos en aquella zona preguntábamos siempre a la misma señora por la dichosa dirección) nos dio como siguientes referencias unos leones (de piedra) que hallaríamos después de dos curvas, a la entrada de una casa, y unos patos (de carne) que caso de haber agua en la laguna nos informarían (figuradamente) sobre su ubicación (la de la laguna).
Nuestra segunda informante fue una anciana desdentada, de aspecto risueño ( o así semejaba por la ausencia de dientes), tocada por un sombrero de paja que al viento parecía tener vida propia, y un par de vacas. de hipnótica parsimonia, que ejercían con plena propiedad su función de animales de compañía .
Confirmada la ruta continuamos ascendiendo, por planicies cada vez más extensas y despobladas, de vegetación menguante.
Finalmente, otra curva y una larga recta nos condujeron hasta un inmenso páramo, cuya desnudez y silencio paralizaban .
En el páramo
Sólo el viento
Cruza la senda
Dejamos el coche en la cuneta y echamos a andar.
A la vista, sólo un cielo clarísimo convivía con arbustos y árboles de apariencia mineral. Ocasionalmente algún pájaro lejano iba o venía del horizonte.
Resonaba la tierra a cada paso, con un ruido extraordinariamente seco y nítido, y así anduvimos, callados, bordeando lo que parecía ser el linde de una propiedad privada, hasta llegar a un pueblo de cuatro casas, que nacía a partir de una fuente.
De aquellos chorros maravillaban por igual su transparencia y su borboteo. El discurrir sereno de su cauce era el que correspondía a un lugar imperturbado y ajeno al mundo del que veníamos.
En lo que podríamos llamar la plaza del pueblo, correteaban algunas gallinas que a buen seguro superaban en número a los habitantes de aquel sitio. En un extremo, sentado sobre un mojón de piedra, había un hombre muy anciano que al vernos se incorporó fatigosamente y nos mostró una sonrisa divertida.
A pesar del calor, vestía un viejo jersey de un azul que parecía arrebatado al cielo y lleno de jirones sin remendar. Se apoyaba en una vara y caminaba encorvado, tocado por una boina que había ido pasando de antepasado en antepasado.
Le saludamos e, inevitablemente, le preguntamos por la laguna .
El anciano no pudo contener lo que quiso ser una carcajada. Yo también sonreí y recuerdo que de regreso pensé: cuánto más nos hemos alejado, más anciana era la gente y con mayor gusto reía.
Salvado el casi ahogo de la risa, acabó por señalarnos con la vara un punto indeterminado del cielo, para después decir: “antes pasaban por aquí los patos, pero ya hace tiempo que no” y se nos quedó mirando.
Le dimos las gracias y nos fuimos siguiendo la línea imaginaria que la vara había trazado. Cruzamos un terreno colmado de matorrales y algún árbol escuálido y al cabo de medio kilómetro llegamos a una hondonada irregular en la que, penosa y dispersamente, sobrevivían unos hierbajos. Algunas manchas de agua señalaban la antigua existencia de la laguna y por doquier, piedras y matojos aparecían esparcidos con aquel peculiar y armónico desapego. Durante un instante, el tiempo se detuvo. Mirar al cielo o a la tierra era idéntica desolación y, sin embargo, difícilmente podría uno sentirse más unido a ambos en otro lugar.
Allí acabó la excursión. No creo que vuelva nunca más a aquel sitio y si lo hiciera tengo la certeza de que no podría revivir las emociones tal cual acontecieron aquella mañana de Marzo.
Señala el cielo
Con la vara el anciano
Los patos, dice
Carlos.